martes, 7 de diciembre de 2010

La calle del olvido

No hace falta que me digáis eso de que perdéis la cabeza por eso de que sus caderas… Ya sé de sobra que tiene esa sonrisa, y esas maneras, y todo el remolino que forma en cada paso de gesto que da. Pero además lo he visto serio ser él mismo, y en serio que eso no se puede describir en un poema.

Eso que me cuentas de “míralo, cómo bebe las cervezas”, y cómo se revuelve sobre las baldosas, y qué fácil parece a veces enamorarse… Todo eso de que él puede llegar a ser ese puto único motivo de seguir viva -y a la mierda con la autodestrucción-, todo eso de que los besos de ciertas bocas saben mejor, es un cuento que me sé desde el día que me dio dos y me dijo su nombre.

Pero no sabes lo que es caer desde un precipicio y que él aparezca de golpe y de frente para decirte: “Venga, hazte un peta… y me lo cuentas”. No sabes lo que es despertarte y que el se retuerza y bostece, luego te abrace, y luego no sepas cómo deshacerte de todo el mundo.

Así que supondrás que yo soy la primera que entiende el que pierdas la cabeza por su sonrisa, y el sentido por sus palabras, y el pecho por un mínimo roce de mejilla. Que las suspicacias, los disimulos cuando su culo pasa, las incomodidades de orgullo que pueda provocarte, son algo con lo que ya cuento.

Quiero decir que a mí de versos no me tienes que decir nada… que hace tiempo que escribo los míos. Que yo también lo veo. Que cuando él cruza por debajo del cielo solo las tontas miran al cielo. Que sé como agacha la cabeza, levanta la mirada y se muerde el labio inferior. Que conozco su voz en formato susurro y formato gemido, en formato secreto y formato suspiro. Que me sé sus cicatrices y el sitio que le tienes que tocar en el Este de su pie izquierdo para conseguir que se ría. Y me sé lo de sus rodillas, y la totalidad de los secretos que se esconden bajo su camisa.

Que yo también he memorizado su número de teléfono, pero además el número de sus escalones, y el número de veces que afina las cuerdas antes de ahorcarse por bulerías. Que no sólo conozco su última pesadilla, también las mil anteriores, y yo sí que no tengo cojones de decirle que no a nada porque tengo más deudas con su espalda de las que nadie tendrá jamás con la luna. Que sé la cara que pone cuando se deja ser completamente él mismo, rendido a ese puto milagro que supone que exista. Que lo he visto volar por encima de promesas que valían mucho más que estos dedos, y lo he visto formar un charco de arena rompiendo todos los relojes que le puso el camino, y lo he visto hacerle competencia a cualquier amanecer por la ventana. No me hablen de paisajes si no han visto su cuerpo, porque solo los sueños pueden posarse sobre las seis letras de su nombre.

Que te entiendo. Que yo escribo sobre lo mismo. Sobre el mismo.

Que razones tenemos todas. Pero yo... Muchas más que vosotras.

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